lunes, 19 de junio de 2017

El viajante (The Salesman, Asghar Farhadi, 2017)

La hombría vulnerada 

La última ganadora del Oscar a mejor película extranjera es, además, uno de los filmes más brillantes que se estrenarán este año. El director iraní Asghar Farhadi es un consagrado que cosecha premios por decenas, y uno de los grandes maestros del cine actual, autor de películas imprescindibles, como “About Elly”, “La separación” y “El pasado”. “El viajante” reúne varias de las constantes que caracterizan a su filmografía. 


Farhadi decidió dedicarse al cine por una vivencia accidental. Fue a ver una película y se metió en la sala equivocada. La proyección había empezado hacía rato, por lo que comenzó a verla a partir de la mitad. Cuando terminó y se fue a su casa pasó el resto del día pensando y especulando con cómo sería ese principio. En ese momento se dio cuenta de que quería filmar un cine así, historias que pudiesen propiciar, en la mente de sus espectadores, esa clase de dudas posteriores. Es por eso que sus películas suelen contar con un enigma fuerte, poderoso; aun después de terminadas dejan espacios de sombra en torno a los cuales quedan un montón de piezas dispersas. Puede decirse que sus obras recién empiezan ni bien terminan; no existe mejor lugar para completarlas que en una mesa de bar, conversando, discutiendo sobre aquello que se vio. Ese es uno de los principales diferenciales: aunque los conflictos presentados sean nítidos y claros, muchos de los puntos fundamentales quedan incompletos, propiciando reflexiones profundas. Es tarea del espectador recoger las piezas e intentar armar el puzle a su manera. 
El comienzo de El viajante es imponente. El edificio que habita la pareja protagonista sufre una gran sacudida: las paredes tiemblan, los vidrios se resquebrajan, los vecinos entran en pánico, piden ayuda, corren bajando las escaleras, los viejos fantasmas de los bombardeos contra Teherán durante la guerra entre Irán e Irak sobrevuelan. Pero la escena culmina mostrando la verdadera y absurda razón del cataclismo: una excavadora está haciendo estragos en el predio lindero. La capital de Irán hoy sufre de lo mismo que tantas otras grandes ciudades del mundo: una modernización arquitectónica forzada; se desmantelan viejos edificios y se construyen nuevos constantemente. La fiebre edilicia es tal que este trabajo compromete y pone en riesgo las estructuras antiguas, que acaban resquebrajándose o directamente desmoronándose por su cercanía con obras y demoliciones. 
Pero esto es sólo una escena al comienzo, y el tema no vuelve a tocarse. La pareja –en la ficción ambos son actores de teatro– se muda a un departamento que un colega les facilita y, al poco tiempo de hacerlo, surge lo inesperado. Un extraño se cuela en el nuevo domicilio, va al baño donde la mujer se está duchando y la ataca violentamente. Cuando el marido llega, encuentra sangre por todas partes, vidrios rotos. Su mujer está hospitalizada, con una gran herida en el cráneo. 
A partir de este trágico hecho la película sigue su abordaje naturalista, la pareja continúa su vida cotidiana, pero entramos en lo que es una constante del cine de Farhadi: un hecho fortuito generó una inflexión, un punto de no retorno. Nada vuelve a ser como antes, y se intuye que las consecuencias serán nefastas. En una entrevista el director ilustró claramente este tipo de momentos: “Es como una mesa de billar. Se ponen todas las bolas en la mesa, se les pega con otra bola y todas se expanden por la mesa. Al principio de mis películas los personajes suelen estar en situaciones normales. Pero entonces algo los golpea fuerte y empiezan a ver otro lado de ellos mismos que no sabían que existía”. Así el comportamiento de ambos protagonistas cambiará sutil pero radicalmente. 


El trabajo actoral es, como siempre en el cine de Farhadi, sobresaliente. Los intérpretes Taraneh Alidoosti y Shahab Hosseini son viejos colegas de la troupe del director, y su desempeño en el papel de los personajes que intentan ocultar con grandes esfuerzos el “elefante dentro de la habitación” es brillante. Es gracias a estas sutilezas que comienzan las grandes dudas: mientras el protagonista masculino va enloqueciendo soterradamente y reúne pistas para dar con el culpable, la esposa intenta apaciguar su impulso y hasta boicotear su investigación. Ella sabe que nada bueno puede pasar si da con el responsable. Pero aun en este accionar le resulta imposible disimular las secuelas de su trauma. Esto lleva a que su marido –y el espectador– especulen y sospechen lo peor: en ese baño ocurrió mucho más de lo que ella cuenta. Su negativa a hacer la denuncia ante las autoridades puede entenderse por la inoperancia judicial y la posibilidad de que se ensañen con ella –el solo hecho de que haya dejado la puerta abierta puede ser interpretado como un “incentivo” para que se colara un extraño–, lo que podría dañar su reputación. Pero también puede ser que no quiera pasar por la re-victimización que sufren las mujeres violadas al hacer la denuncia, y tal vez pretenda apaciguar el inevitable cataclismo que propiciarían esos hechos. 
Si bien el punto de no-retorno de la película es ese posible abuso sexual –cómo y hasta dónde llegó es el espacio de sombra que carcome a su marido–, Farhadi nos lleva, como es su costumbre, a la acumulación de crisis, a las situaciones límite a las que pueden llegar los seres humanos bajo presión. La narrativa es así llevada hasta puntos de tensión extrema, cuando la “investigación” del marido lo enfrenta por fin con el posible responsable. Así, la última media hora de El viajante es de un incómodo, intenso y casi insoportable dramatismo. 
La opresión gubernamental y su fundamentalismo religioso son elementos que están tangencialmente presentes en las películas de Farhadi. El conflicto aquí refiere, cómo no, a una situación facilitada por el patriarcado, al orgullo machista vulnerado, al destrato de las mujeres. Pero pensar esta película y su nudo como algo exclusivo de la idiosincrasia iraní sería tomar una posición de una esquizofrenia proyectiva, ya que es probable que una situación similar se pueda generar en cualquier parte del mundo, y que la reacción de los diferentes personajes ocurra del mismo modo, tanto en Vladivostok como en Montevideo. De ahí la puntería y la pertinencia de esta película, y su brutal universalidad.

Publicado en Brecha el 19/5/2017

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