viernes, 20 de febrero de 2015

Whiplash (Damien Chazelle, 2014)

El único camino a la excelencia

¿De dónde salió toda esta gente? Esa es una de las primeras incógnitas que nos hacemos luego de ver una película tan monstruosa como esta. Particularmente, los dos actores principales son poco conocidos y suponen dos de las revelaciones del año, y el director es un prodigio por donde se lo mire. Respondiendo la pregunta, podemos decir que el brutal J.K. Simmons (aquí el profesor Fletcher) circula por Hollywood desde hace dos décadas, siempre desaprovechado en papeles secundarios y, sobre todo, poniéndole su voz a dibujos animados de toda índole. Andrew, el alumno, es Miles Teller, un muchacho que había aparecido en algunas comedias románticas y/o adolescentes, pero del que hasta ahora no se sospechaban tales capacidades (apunte fundamental: Teller toca la batería y, si bien usa dobles para algunas de las escenas, la música que suena en la película fue tocada por él mismo). Finalmente, el director de 30 años Damien Chazelle es un amante del jazz que quería filmar esta película pero no obtuvo fondos, por lo que tuvo que transformarla en un corto, ganarse un premio en Sundance por él y así poder financiarla. De ahí a que en los Óscars 2015 hayan cometido la indecencia de nominar el libreto de la película a "mejor guión adaptado" (supuestamente se "adaptó" el guión del corto a un largo) y no a "mejor guión original", como debió haber sido. 
El prodigio se hace sentir constantemente. Lo que logra Chazelle a su temprana edad es algo propio de las grandes ligas, y algo que centenares de directores consagrados alrededor del mundo no pueden hacer ni que lo intenten: crear una obra intensa, palpitante, que su película se vuelva una verdadera experiencia sensorial y emocional. Un lineamiento simple le basta a Chazelle para llevar adelante un tour de force bestial (como para que aprenda Iñárritu) del que es imposible no sentirse implicado: la relación enfermiza y dañina entre un maestro del prestigioso conservatorio Shaffer de Manhattan, una de los principales institutos de música de Estados Unidos, y su joven pupilo baterista. Secuencias logradas mediante una portentosa edición, que en un contrapunto preciso alterna los planos largos y muy cortos, los paneos lentos y rápidos, con abundancia de planos detalle y primeros planos, y por supuesto, la eficaz sincronización de todos estos recursos a la música. Pero además, la importancia de los cuerpos en la puesta en escena: la dirección de actores es formidable ya que son interpretaciones al mismo tiempo gestuales y corporales. El físico se vuelca, se precipita: así como se enfatiza el detalle de la saliva, el sudor, la sangre y las lágrimas que el protagonista deja al servicio de la maquinaria y de la película, la masa corpórea de los actores se vuelve un vehículo expresivo abrumador. 
Así como se necesitan dos para bailar un tango, el sadomasoquismo también es un asunto aprobado por dos partes, no es necesario solamente una persona dominante y despótica para llevar adelante el vínculo, sino que además tiene que haber otro que acepte entrar en su juego. Esta psicología dual se encuentra constantemente latente. El profesor impone una disciplina marcial, a sus alumnos les pega, les grita, los humilla, los conduce a una competencia salvaje e inescrupulosa. Arrastrado por esta inercia, el protagonista va perdiendo sociabilidad, deja a su novia por la música, deja de saludar a sus colegas y también va perdiendo el respeto hacia y de ellos; asimismo la película también irá dejando de lado a los secundarios para centrarse cada vez más en la tórrida relación entre alumno y profesor.
Lo que a este cronista no termina de convencer es el final, aunque sea una escena formidable de una película que merece galardones por docenas. Un giro último en el que Chazelle parecería borrar con el codo parte de lo que escribió con la mano. La anécdota trasciende como alegoría, en la medida en que el profesor representa la represión de un sistema intransigente que avala y hasta impulsa esta clase de disciplinas marciales, con juicios de valor y tribunales que no perdonan una semicorchea fuera de lugar y que podrían arruinar la vida de un artista para siempre (donde dice artista leáse estudiante, hombre de negocios, deportista, programador, médico, abogado y lo que fuere) y por el cual la música deja de ser algo "subjetivo" –como en algún momento un personaje dice que debería serlo– para convertirse en algo absolutamente mensurable, alejándose de la expresión artística en sí misma. El problema es que, si bien se plantea todo el infierno de este mundo, y hasta se sugiere una rebelión contra ese poder, también se presenta a este método de insultos, gritos y exigencias férreas como un camino correcto, eficiente, con resultados visibles (el baterista trasciende sometido a este mandato). Algo así como hacer una película contra la tortura pero mostrando al final su eficacia en los interrogatorios. ¿En qué quedamos? 

Publicado en Brecha el 20/2/2015

1 comentario:

astor78 dijo...

Diego,
Sobre el final.
Me pareció perfecto, aunque creo que lo interpreté de otra forma. Entiendo que es una crítica al método, pero no necesariamente quiera decir que el método no consiga el resultado esperado: “la excelencia”. Creo que quiere decir que consigue “el fin”, pero abre al espectador el interrogante “¿justificas el medio?”.
Gran película, la disfruté muchísimo y me sorprendió a sobremanera.
Abrazo.
CC