viernes, 18 de octubre de 2013

Séptimo (Patxi Amezcua, 2013)

Que viva Darín 


La primera media hora es formidable: un padre separado (Ricardo Darín), abogado de causas cuestionables pero muy redituables (un complejo caso de políticos vinculados a una corporación), va al departamento de su ex mujer (Belén Rueda) a llevar a sus dos hijos al colegio. Su día ya parece ser bastante complicado de por sí –tendría que estar en un estudio junto a su principal cliente desde hace rato– pero su mundo se da vuelta cuando, en el momento en que él baja por el ascensor y sus hijos por la escalera, ellos desaparecen; se desvanecen en el aire. Las primeras sospechas de que se trata de una travesura y de que están escondidos en algún recoveco del edificio se van transformando, de a poco, en la certeza de un secuestro. De aquí en adelante se suceden las figuras clásicas del whodounit, se presenta a los personajes, todos ellos posibles sospechosos, y empezamos a seguir un desesperado proceso de búsqueda e investigación –siempre de la mano de Darín, impecable- para dar con la clave de la desaparición, y de la forma de encontrar el paradero de los niños. Todo este comienzo es absolutamente intenso. Hay que verlo a Darín celular en mano desorientado, llamando a cuanto dios pueda ayudarlo, poniendo el cuerpo, convenciendo al espectador como un padre desquiciado que amenaza, irrumpe en la casa de los vecinos, echa culpas y después pide perdón arrepentido. Cine puro. 
Pero cerca de los cuarenta minutos de metraje todo se desbarranca, o baja unos cuantos puntos cuando tiene lugar un diálogo entre ambos padres, en el que se ponen a conversar y a recordar el día en que se conocieron, ¡en pleno secuestro de sus hijos! En ese momento es cuando se vuelve inevitable tomar distancia de la película y de la anécdota y preguntarse qué clase de drogas duras estarían consumiendo los guionistas a la hora de escribir esa escena. Cualquier cosa, un silencio sepulcral, un intercambio de puteadas, un llanto desgarrador serían más pertinentes. 
Pero lo peor de Séptimo es el desenlace (el que aún no la vio puede dejar de leer por aquí). No es que el ritmo o el interés decaigan, sino que una vez dadas las últimas vueltas de tuerca, una vez que entendemos quién llevó adelante el secuestro y cómo lo ideó, empezamos a recapitular y ver todas las evidentes incoherencias en la trama. Que los propios niños no se hayan dado cuenta del secuestro y no se hayan preocupado de avisarle a su padre que estaban entrando en otro departamento, que todo el secuestro se sustentara en la hipótesis (nada segura) de que los niños bajarían por la escalera en vez de por el ascensor, o la idea (insostenible) de que el secuestro derivaría en la firma de unos documentos por parte del protagonista. Podemos hacer un esfuerzo por evitar ver todo esto y mil incoherencias más, y conformarnos con el disfrute inmediato de un thriller que funciona muy bien casi todo el tiempo. Pero a veces los huecos de guión son tan inmensos que se vuelve un asunto difícil.

Publicado en Brecha el 18/10/2013

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